En el prólogo a su
traducción de La Société du espectacle,
la obra de Guy Débord publicada originalmente en 1967, José Luis Pardo expone
una serie de características que han convertido a este texto en un clásico de
la filosofía de la segunda mitad del siglo XX. Destaquemos algunas de las que
nos han parecido más pertinentes. La primera tiene que ver con la explosión de
las revueltas de mayo del 68 y con el carácter de diagnóstico excepcional que a
este respecto presenta el libro: «[E]n aquel momento parecía como si la
historia les hubiese dado la razón [a los situacionistas], como si fueran los únicos
a quienes la revuelta de Mayo no había cogido desprevenidos, los únicos que
dominaban el terreno y sabían orientarse en él». (p. 10). La segunda señala el
entronque del libro con una tradición filosófica muy determinada
(Hegel-Marx-Feuerbach-Lukács), característica que determina el engranaje y el tono
expositivo general del texto, sobre los que más adelante abundaré. La tercera
apunta a la centralidad del concepto de alienación y su relación con el
concepto de espectáculo, pues lo que en definitiva viene a analizar Débord es
«un modo de alienación de los trabajadores que ya no se centra en la
explotación durante el tiempo de trabajo (tiempo que, efectivamente, tiende a
disminuir), sino que coloniza el ocio aparentemente liberado de la producción
industrial y se pone como objetivo la expropiación del tiempo total de vida de
los hombres, del cual el mercado internacional del capital extrae ahora nuevas
plusvalías, y que impone la generación de todo un “seudotrabajo” (el sector
terciario o de los servicios) para alimentar el “seudoocio” del proletariado
convertido en masa de consumidores pasivos y satisfechos, en agregado de
espectadores que asisten a su propia enajenación sin oponer resistencia alguna»
(p. 12). La cuarta tiene que ver con las fuentes políticas que Débord añade a las
filosóficas antes señaladas, que encontró «en la izquierda consejista alemana y
holandesa y, en suma, en todas las versiones prácticas del marxismo ajenas
tanto al control de la burocracia de la Unión Soviética como al revisionismo
social-demócrata», una perspectiva que «le facilitó la lucidez temprana con
respecto a la realidad de los regímenes comunistas de la órbita de la U.R.S.S.,
con respecto a los cuales la izquierda oficial europea (e incluso la llamada “extrema
izquierda” […]) era aún tan cómplice como complaciente» (p. 14). Por último, la
quinta compete a la vigencia del libro: «[A] pesar de haber aparecido en 1967,
los fenómenos que analiza La sociedad del
espectáculo, las tendencias que describe y los pronósticos que realiza no
han hecho más que agudizarse y confirmarse en el período transcurrido desde su
primera edición». Una vigencia a la que asimismo contribuye el hecho de que en
el libro esté en «el origen de muchos de los argumentos que la crítica social
posterior de las sociedades “opulentas” […] no ha hecho más que reciclar,
trivializar y, en buena parte, reeditar (casi siempre sin citar su procedencia)»
(p. 26).
A partir de aquí, parece evidente que estamos ante un texto
de una lucidez intelectual, una densidad conceptual y una amplitud constructiva
muy notables, pese a las dificultades, las oscuridades y las simplificaciones
que también presenta, y de las que apenas nada dice Pardo. Características
todas ellas que dificultan extraordinariamente la lectura y el comentario del
texto, puesto que cada una de las nueve partes que componen el libro ofrece tal
cantidad de ideas que van desde lo admirable hasta lo desechable, que sólo un
análisis medianamente trabado de cualesquiera de ellas ocuparía una extensión
muy superior a la que parece razonable en un texto de presentación de la obra como
el que los miembros de nuestro club tienen ahora ante la vista. Por nuestra
parte, nos limitaremos a ofrecer una paráfrasis de lo que, a nuestro juicio,
constituyen los puntos más destacados de la primera parte, una de las más importantes
a la hora de sostener la trabazón conceptual del libro, acompañada por el
número de párrafo en los que figuran, para después ofrecer una breve evaluación
que esperemos dé pie al debate y el contraste de pareceres.
Débord comienza planteando que todo lo que en el pasado se
experimentaba de forma directa se ha convertido actualmente en una
representación (1). En el mundo actual, la realidad se despliega como un
pseudomundo aparte, objeto de la mera contemplación (2). Por su lado, el
espectáculo se presenta como un instrumento de unificación, pero esa
unificación aparente de lo separado (imagen y cosa) no sirve sino para sostener
la separación de base (3). Además, el espectáculo es el resultado y el proyecto
del modo de producción existente, el modelo actual de vida socialmente
dominante (4). Por ello mismo, se trata de un fenómeno complejo, que reúne muy diversas
manifestaciones en su seno (10) y que, en última instancia, se puede
caracterizar como el momento histórico en que estamos inmersos (11), el sol que
nunca se pone en el imperio de la pasividad moderna (13). De hecho, se trata de
la principal producción de la sociedad actual (15), una producción que somete a
los seres humanos en la medida en que la economía los ha sometido ya totalmente
(16) y que ejerce un efecto hipnótico sobre los sujetos (18), sobre la sociedad
moderna encadenada que no desea despertar de su sueño (21), a la que mantiene en
la inconsciencia acerca de la transformación práctica de sus condiciones de
existencia (25). En última instancia, cuanto más contempla el espectador menos
vive, cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad,
menos comprende su propia existencia y su propio deseo (30).
El desarrollo conceptual que utiliza Débord para justificar
todas esas afirmaciones probablemente no esté exento de las peticiones de
principio que supone moverse de entrada en la órbita hegeliano-marxiana,
peticiones de principio con las que el lector no tiene que estar de acuerdo. Y,
no obstante, el diagnóstico que surge de esa sucesión de pasos tal vez objetables
tomados individualmente resulta abrumador. Para este lector, es difícil, por no
decir imposible, no estar de acuerdo, en términos generales, con el panorama
dibujado por Débord, con ese concepto amplio de espectáculo que abarcaría desde
la televisión basura hasta la inmensa mayoría de productos cinematográficos que
se consumen masivamente, pasando por todas las puestas en escena con las que el
poder político se presenta ante los ciudadanos y justifica sus acciones, y que
contribuyen a ese estado de hipnosis conformista en el que parecen vegetar las
sociedades contemporáneas. En esa tensión entre un engranaje conceptual que no
siempre resulta convincente —o, más sencillamente, comprensible, al menos para
este humilde lector— y unas ráfagas de ideas que delinean con notable precisión
algunas coordenadas esenciales para entender el presente se encuentra para
nosotros una de las claves interpretativas de un texto que, hechas todas las
sumas y las restas, nos parece que justifica su consideración de clásico
moderno.